De manera más o menos rudimentaria, más o menos sofisticada o más o menos
consciente, todos hacemos uso de los flujos de trabajo a la hora de desarrollar
nuestras profesiones. Por ejemplo, si realizamos tareas comerciales o
administrativas, es posible que reservemos unas horas concretas para responder
los correos electrónicos de nuestros clientes. Es probable que hayamos
organizado nuestro buzón de entrada con carpetas por cliente o por diferentes temas.
A buen seguro, guardaremos los datos de nuestros clientes en algún archivo o base
de datos que nos permita consultarlos de forma sencilla y rápida. A la hora de
responder a las solicitudes de presupuestos, es probable que dispongamos de
documentos “tipo” que nos permitan ahorrar tiempo. Es más que posible que
hayamos programado un día o unas horas específicas para la realización de
determinadas tareas o para reunirnos con el resto del equipo, etc.
El flujo de trabajo (workflow en inglés) es el estudio de los aspectos
operacionales de una actividad de trabajo: el método para estructurar las
tareas, cómo se realizan, cuál es su orden de prioridad, cómo se sincronizan
cuando se trata de tareas conjuntas, cómo fluye la información que soporta las
tareas y cómo se realiza el seguimiento de su cumplimiento.
El principal objetivo de los flujos de trabajo consiste en reducir el
tiempo y acelerar la realización de un trabajo mediante la implementación de
procedimientos. Es uno de los aspectos fundamentales a la hora de optimizar la
productividad de una empresa o el rendimiento de un equipo de trabajo.
Pero en empresas poco organizadas nos encontramos muy a menudo con un
fenómeno al que todavía no se le ha puesto nombre (en inglés tampoco) y que
resulta de difícil manejo. Dicho fenómeno se produce cuando desde la dirección
de la propia empresa se desprecia el flujo de trabajo. Cuando los propios
responsables, no solo ignoran la importancia de los flujos de trabajo, sino que
desprecian la capacidad organizativa de sus empleados.
Pondré un ejemplo que a muchos resultará familiar:
Estás redactando un email en respuesta a la solicitud de un cliente. Estás
concentrado/a en el hilo de la cuestión y de pronto se te acerca el responsable
o uno de los responsables de la empresa y te pregunta: ¿tienes un minuto?
Una respuesta sincera pero imprudente sería: Pues sí, tengo un minuto, pero
retomar el hilo de lo que estaba haciendo me llevará varios. Minutos perdidos
que irán en detrimento de la productividad de la propia empresa. Luego además
te quejarás de que el trabajo o “los números” no salen y a la hora de recortar
gastos, pensarás en mi cesta de Navidad o en mis pagas, no en las tuyas.
Otro ejemplo de interrupciones en el flujo de trabajo, que por breves que sean acaban derivando en horas de trabajo perdidas al cabo del día, podría ser el de las recurrentes llamadas del típico usuario o cliente ansioso que aún no ha descubierto las bondades del email.
Si en determinadas empresas nos dedicásemos a contabilizar todas y cada una
de esas interrupciones, con sus consiguientes pérdidas de tiempo a la hora de
retomar las tareas y lo multiplicásemos por el número total de empleados,
obtendríamos una cantidad que sorprendería a más de uno.
Si habéis tenido la mala suerte de topar con un responsable que, además de
no organizar el flujo de trabajo, se dedica a interrumpir el vuestro constantemente
sea del modo que sea, tal vez podríais presentarle una extrapolación dineraria
de lo que supone su falta de organización. Siempre podréis decirle que lo
hacéis por el bien de la empresa y como muestra de compromiso.
Cuando las empresas descuidan el aspecto organizativo e infravaloran
conceptos como el workflow, en realidad, están despreciando su propia productividad
y competitividad.
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